Me descubro hoy como muchos: profundamente sorprendido. Sabíamos que la salud del Santo Padre era frágil, pero su partida intempestiva —muy a su estilo, habría que decirlo— me ha causado un impacto considerable. Me conmueve profundamente que el Dios, Nuestro Señor, lo haya llamado justamente en las postrimerías del Domingo de Resurrección, en el primer día de la octava de Pascua.
Es, para mí, un Misterio. Dios conoce sus tiempos y razones; yo, por mi parte, solo alcanzo a acogerlas desde la incógnita. Se suele decir que el tiempo de Dios es perfecto. Desde esa fe, vale la pena preguntarnos por el “signo del tiempo” que encierra el cierre de este pontificado y volver la mirada a lo que hemos aprendido del magisterio del primer Papa latinoamericano con quien nos ha tocado coincidir.
A pesar de estar de viaje gran parte del día de hoy, he seguido atento las noticias y los recuentos y he venido meditando mucho en el camino. En medio de ello, quiero traer a la reflexión una de las razones por las que este pontificado me ha parecido tan revelador: su constante llamado al acompañamiento como forma concreta de vivir la vocación cristiana.
Como alguien que ha decidido orientar su camino profesional al acompañamiento, comparto hoy la introducción de un nuevo libro que espera ver pronto la luz. Se trata de una obra nacida en tiempos de pandemia, cuando colaboré con el portal católico Vida Nueva a través de un blog titulado Profesionales del Acompañamiento. Una de las primeras reflexiones de ese espacio —que hoy forma parte del borrador del libro a modo del primer capítulo— retoma precisamente una de las propuestas más insistentes del Papa Francisco. Para quienes deseamos acompañar “en serio” y “con todas las letras” a las personas en lo personal, lo profesional, lo familiar o lo espiritual, sus palabras han sido, y siguen siendo, una verdadera hoja de ruta.
Demos gracias a Dios por la vida y el testimonio del Papa Francisco, el Papa del Acompañamiento.
Comparto con ustedes este texto, con gratitud, para seguir caminando juntos.
Profesionales del acompañamiento
Introducción
Introducción: El arte del acompañamiento en tiempos de urgencia
Esta reflexión surge desde la conciencia de una urgencia propia de nuestra época: la necesidad de contar con profesionales dedicados al acompañamiento. Personas que, desde su vocación, conocimientos, habilidades y disposición interior, estén preparadas para caminar junto al otro en sus retos, desafíos y obstáculos, y le ayuden a descubrir sentido y propósito en esa gran empresa vital que es la existencia.
Las distintas metodologías del Acompañamiento Personal, así como las habilidades fundamentales que un acompañante necesita desarrollar —y que nos proponemos exponer en este libro—, deben estar al servicio del cuidado integral del otro. No como un conjunto de técnicas frías o estrategias funcionales, sino como verdaderas herramientas orientadas al encuentro humano.
Quisiera cerrar esta introducción remitiéndome a una voz profética de nuestros días: el Papa Francisco. Él ha sido, sin duda, un incansable promotor de la cultura del encuentro interpersonal en un mundo profundamente herido por el aislamiento, la desconfianza y la indiferencia. En su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, nos ofrece una descripción luminosa del tipo de acompañante que necesita este tiempo:
“Más que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu, para cuidar entre todos a las ovejas que se nos confían de los lobos que intentan disgregar el rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida.” (Evangelii Gaudium, 171)
A manera de lente que enfoca lo esencial, fijemos ahora nuestra atención en esas cuatro actitudes fundamentales que el Papa Francisco señala como indispensables para el acompañamiento. Las tomaremos como punto de partida para una propuesta de desarrollo humano y espiritual orientada a quienes ejercemos esta tarea como vocación y profesión.
Cuatro puntos cardinales del acompañamiento
La prudencia
No se trata únicamente de una habilidad interpersonal, sino de una virtud clásica que perfecciona al ser humano. En el contexto del acompañamiento, la persona prudente sabe discernir el tiempo adecuado y el momento justo para intervenir, ofrecer una perspectiva o guardar silencio. Esa sabiduría temporal es clave en el arte de acompañar.
No hay verdadero acompañamiento que irrumpe, presiona o invade. La prudencia se manifiesta como respeto profundo al proceso del otro: a su historia, sus ritmos y sus resistencias. Desde esta virtud se cimenta la confianza, sin la cual todo encuentro se vuelve estéril.
Por el contrario, el acompañante imprudente se apresura a dar respuestas, indica caminos sin preguntar, formula soluciones sin escuchar. Su intervención —aunque bien intencionada— acaba siendo una imposición que desarticula la libertad del otro. Se provoca así un cambio artificial, que no nace de una convicción interna, sino del deseo de agradar o evitar conflicto. Y cuando el acompañante se ausenta, los viejos hábitos regresan con fuerza.
La prudencia operativa, entonces, es una condición para que el acompañado sea protagonista de su transformación. Cuando el proceso de cambio nace desde dentro, el crecimiento se vuelve más auténtico y duradero. Este punto será recurrente a lo largo del libro, pues constituye una clave metodológica y ética.
La comprensión
Comprender al otro implica más que escuchar sus palabras: significa suspender el juicio, abrirse a su mundo interior, asumir como válida —aunque no necesariamente compartida— su percepción de la realidad.
No se requiere coincidir con su mirada, ni replicar su sensibilidad. Comprender es, ante todo, reconocer que para esa persona, lo que vive es real. Y esa realidad, tal como la experimenta, se convierte en la materia prima del proceso de acompañamiento.
La comprensión genera un espacio seguro donde el otro no se siente evaluado ni corregido, sino acogido. Esa sensación de ser comprendido sin ser juzgado puede abrir la puerta a una transformación profunda. El acompañamiento se convierte entonces en un espejo compasivo donde el otro comienza a mirarse con mayor claridad y menos temor.
Cuando preguntamos: “¿Y tú, cómo ves la vida?”, dejamos de ser intérpretes de la realidad ajena para convertirnos en facilitadores de sentido. En ese giro nace una escucha activa y empática que transforma.
El arte de esperar
La espera, en el acompañamiento, es una actitud interior antes que una técnica. Es la capacidad de resistir la tentación de apresurar los procesos en función de nuestras expectativas o del calendario externo. Implica ceder el control del ritmo y permitir que sea el otro quien marque los tiempos de su camino.
Cada proceso tiene su propio tempo, y el acompañante debe aprender a leerlo con delicadeza. Saber cuándo avanzar, cuándo detenerse, cuándo simplemente permanecer. Hay momentos en los que el silencio dice más que las palabras, y la pausa es más fecunda que la acción.
Acompañar es también habitar el desconcierto, aceptar la lentitud, tolerar el estancamiento aparente. Porque los aprendizajes verdaderos requieren tiempo: maduran en la reflexión personal, en la interiorización, en la experiencia.
En un mundo que corre y exige resultados inmediatos, el acompañamiento contracultural se vuelve un remanso. La persona acompañada puede llegar a experimentar una emoción singular: “Todos me presionan, pero hay alguien que espera mi paso, aun si es torpe o inseguro, y me acompaña sin exigencias. Alguien que cree que puedo caminar por mí mismo, y que no estoy solo.”
La docilidad al Espíritu
Finalmente el acompañamiento, desde la impronta cristiana, está animado por una convicción profunda: no somos los protagonistas. Quien acompaña con autenticidad reconoce que está al servicio de algo más grande que sí mismo.
Aprender a acompañar como Dios lo hace con nosotros —respetando nuestra libertad, saliendo a nuestro encuentro, “primereando” con su gracia y misericordia, considerando ese lenguaje propio del Papa— es la clave para una práctica verdaderamente espiritual del acompañamiento.
La docilidad al Espíritu nos lleva a comprender que nuestro rol no es modelar al otro a nuestra imagen, sino facilitar que el otro descubra, en libertad, lo que Dios le está llamando a ser. Nuestros recursos, por muy limitados que sean, se vuelven fecundos cuando se insertan en la lógica del Reino, donde lo pequeño es semilla y lo oculto es promesa.
El servicio de acompañar, por tanto, no es una meta en sí misma. Es medio, mediación, canal. Y desde ahí, con humildad, podemos ofrecer nuestra vida como instrumento para que otros descubran y abracen su propio camino.
¡Descanse en Paz el Santo Padre Francisco; Dios le reciba y premie con la Vida Eterna!